Y Paula, la actriz treintañera, me empezó a embaucar en una de esas obras que tienen cientos y cientos de pasajes y escenas, donde la protagonista nunca gana hasta que llega la escena final. Esa en la que deja a la amante y vuelve con su mujer. Porque el problema no eres tú, soy yo, porque te mereces algo mejor.
Eso pensé. Y por eso no lo dejé. No dejé que los pensamientos en mi OTRO se perdieran, porque algo tenía y algo me llamaba. Pero el timbre ahora mismo lo tocaba la actriz de mis amores, y lo tocaba como nadie. Realmente sí, es cierto que sólo una mujer conoce a la perfección el cuerpo de otra mujer. A pesar de que ellos se lo curren. Y este aprendizaje era necesario que apareciera en mi vida. Cuando alguien te descubre con rapidez, te facilita el camino para el siguiente. Es como si te regalara un TOMTOM por la cara y tú se lo acabaras regalando a otra persona. Y esa fue su función. Frío pero cierto.
Ella era simpática, joven, fresca (en todos los sentidos) y permaneció en mi vida menos de lo que hubiera merecido. Me devolvió la sonrisa espontánea, el rictus relajado y el valor de las pequeñas cosas. Yo supe corresponderla pero ÉL seguía teniendo el ritmo de mi latido. Y yo lo sabía aunque miraba para otro lado y en ese lado estaba ella. Y su guiño me ayudaba a olvidarlo a menudo. Eso me gustaba. Pero él más.
Y llegó el día de volver al barrio. Hacía mucho que no pasaba por casa. La morada de Paula era demasiado acogedora como para resistirse a no pasar horas dentro de ella (también en todos los sentidos) pero era momento de volver a mi nido. Las cartas al menos hay que recogerlas del buzón. Abrí la puerta de casa y olía a humedad que echaba ‘patrás’. Abrí la ventana y sin tiempo para levantar la persiana de mi habitación sonó el timbre. ¡Ya están las vecinas cotillas que quieren saber dónde me he metido estas semanas para contárselo a mi madre cuando venga a traerme el tupper SOS!
Pero el cotilla era OTRO. Por fin había llegado el momento. El que nunca sonreía por las mañanas apareció detrás de la puerta, jadeando como si hubiese corrido una maratón. Y no pronunció palabra. Yo me vi incapaz de hacer lo contrario. Sólo se me derramó una lágrima. Él me abrazó con fuerza, suspiró profundo y me lamió la mejilla.
¿En la mano? Traía un bocata de jamón…